Nada en que pensar



El relato de Heinrich von Kleist El terremoto de Chile sirve como “pretexto literario” para organizar la narrativa de esta exposición de arte chileno contemporáneo. Un acontecimiento natural desata una suerte de historia moralizante en la que el extranjero aparece como aquel que mancilla el honor de lo propio. Aunque la historia avanza hacia lo bucólico y parece que finalmente todo habría sido “perdonado”, da un giro inesperado, pero no por ello menos lógico, hacia la violencia salvaje e indiferenciada. En cierta medida, la muestra intenta detectar, para seguir con la analogía literaria, temblores de tierra, situaciones veladas o discontinuidades sin pretender ofrecer una imagen institucional ortodoxa. Más allá del cliché del “arte joven” o del mero panorama complaciente, lo que intentamos es fijar algunos elementos estético-cartográficos para pensar qué ha sucedido en el arte chileno contemporáneo una vez que comienza a concretarse el dibujo o la imaginación del Edén, para parodiar el título de una importante aproximación al contexto y a los artistas realizada por Gerardo Mosquera.
En esta exposición que no pretende ser de “tesis”, como altisonantemente suele decirse, se podrá ver la multiplicidad de propuestas, lenguajes e intenciones del arte que se está haciendo en Chile en este siglo XXI. Desde planteamientos pictóricos a fotografías que tienen en cuenta lo ruinoso sin derivar hacia la melancolía romántica, de las instalaciones a los planteamientos relacionales, de la procesualidad o lo conceptual a la búsqueda de interacción. Ojalá este sismograma ofrezca espacio a los acontecimientos; esto es, consiga que lo expuesto no esté fosilizado desde el primer momento. En cierta medida, la búsqueda de situaciones transdisciplinares o, mejor dicho, indisciplinadas, persigue esa finalidad sin fin que, en una perversión del juicio reflexionante kantiano, podría ser el proyecto propio de lo estético.

En nuestros días se ha materializado lo que Baudrillard, parodiando un texto célebre de Barthes, llamara “el grado Xerox de la cultura”. Finalmente, el hiperrealismo ha sido desbordado o desmantelado por el exceso del reality-show: el artificio se ha vuelto hiperbólico. “Los artistas -afirma Kaprow- no pueden sacar provecho de la adoración a lo moribundo; ni tampoco combatir todas esas reverencias y genuflexiones cuando momentos después elevan a los altares sus actos de destrucción, objetos de culto para la misma institución que pretendían destruir. Esto es una impostura absoluta. Un puro ejemplo de la lucha por el poder”. Sin embargo, lo que nos queda es el sarcasmo o la actitud infantil o sicótica de “cagar sobre el mundo entero”. También funciona la llamada denegación fetichista: “Lo sé, pero no quiero saber que lo sé, así que no sé”. Sabemos con certeza que la cultura del entretenimiento y la diversión, a fin de cuentas, no es nada divertida y que, en última instancia, todos los derramamientos de sangre, toda la crueldad artística no eran otra cosa que exorcismos o, para ser menos diletante, pura mascarada, fake estricto. En la estetización banal aparece un éxtasis de la visión que genera su propio “punto ciego”. La exposición El terremoto de Chile intenta mostrar que se puede naufragar en la calma chicha, que a veces hay que liarse a pedradas contra los postes de alta tensión o adentrarse en Chaitén para sedimentar la catástrofe. Los artistas chilenos seleccionados no ilustran ni una tesis “curatorial” ni forman parte de un programa o de una estrategia; sus intervenciones hacen tangencia con el relato o, en algunos casos, circulan deliberadamente lejos, pero en todo caso son respuestas lúcidas e intensas a una época en la que la inercia polar y la lobotomización de la crítica no son menos preocupantes que el consenso basado en el silencio, el cinismo de los que dan lecciones al trepar o el tarareo idiotizado de las cantinelas de moda. Nunca deja de haber temblores, incluso los imperceptibles tienen riesgos. El peor de los males, la catástrofe definitiva (último acto estricto: caída del telón) es no tener nada en que pensar.

Por Fernando Castro Flórez, curador de la Trienal de Chile